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Chema

Mi historia, en relación a mi sexualidad, ha estado muy alineada a los prejuicios, a mi bagaje, de venir de una de las regiones más conservadoras de México, en los Altos de Jalisco. Eso determinó mucho mi desarrollo de mi orientación sexual.

Entonces yo me di cuenta muy tarde de eso, pero ahora estando más grande caigo en cuenta, o mi conclusión es que me di cuenta de esto muy tarde porque no me había permitido siquiera pensarlo, porque no cabía en mi cabeza que me podían gustar los hombres, porque esa opción no figuraba en mi cosmovisión.

Crecí con muchísimos tabúes, prejuicios y miedos hacia la sexualidad. Mi relación con la sexualidad era muy enfermiza, muy ligada a la religión, con muchísimos miedos inculcados por esta cosmovisión cristiana.

Estaba en la universidad y lo recuerdo porque me fui de intercambio a Francia y había llegado a la conclusión de que ese intercambio me iba a servir para entender mejor qué era lo que yo quería o qué era lo que me gustaba. A final de cuentas nunca pasó nada. Seguí con la misma confusión durante muchos años más. Pero bueno, eso significaba que al menos ya lo estaba pensando, que ya me venían a la mente deseos sexuales o atracción sexual hacia los hombres.

Entiendo que muchas personas, visto desde fuera, tienen la idea de que salir del clóset es un acontecimiento único, resultado de una acción específica, concreta y determinante. En mi caso, al menos, no fue así. Ha sido un proceso mucho más progresivo. Vamos, que aún no he terminado de salir del todo.

Pero bien, por decirlo así, mi primera salida del clóset fue conmigo mismo, aceptar primero que yo era gay. Durante muchos años yo estaba convencido de que era bisexual. Tuvieron que pasar décadas para que yo llegara a esta conclusión. Décadas de autoconocimiento, de aceptación.

Mi primer encuentro sexual con un hombre sucedió en la universidad. Al día siguiente tuve uno de los sentimientos de culpa más horripilantes de mi vida. Recuerdo que me lavé la boca con Jabón Zote porque quería sentir dolor, una especie de flagelo.

Creo que el punto de quiebre de todo esto fue el año que me fui a vivir a Shanghai que, como todos mis viajes, en parte era una forma de huir de mí mismo, porque me rehusaba a escucharme, por estar abrumado de lo que mi cabeza me estaba diciendo. Gracias a la distancia geográfica que suponía, Shanghai representaba para mí la libertad absoluta. Ahí tuve otro encuentro sexual con un hombre y, el sentido de culpa que siguió fue incluso peor que el de la primera vez. Creo que ése fue el momento en el que más deprimido me sentí en la vida. Creía que había contraído el VIH, que se me habían adherido todos los prejuicios que existen en torno a la homosexualidad. Estaba convencido de que me iba a morir de sida.

En ese punto pensé que que nunca le iba a contar a mi familia, porque iba a ser tristísimo para ellos saber que me había contagiado por una relación homosexual. En ese entonces había que esperarse dos o tres meses para tener el resultado de las pruebas de VIH, esos meses me parecían un sufrimiento eterno. No existían las autopruebas, tuve que acudir a una clínica de salud pública china, que en sí fue una experiencia terrible. Recuerdo que después de hacerme la prueba me senté sobre una roca que estaba afuera de la clínica y lloré durante largo rato. Así fue también el resto del tiempo que estaba en China: me la pasaba llorando, aislado, ansioso, ya que no podía externarlo con nadie porque no conocía a nadie en Shanghai, tuve que acudir a una terapeuta hispanoparlante.

De China acepté una oferta de trabajo en Chiapas. Los años que pasé ahí fueron liberadores. Tomé cursos, terapia, lo cual me ayudó a aceptarme, a entenderme. Gran parte del tiempo que pasé en Chiapas estuve en una relación abierta con una mujer a quien sigo queriendo muchísimo que me ayudó a aceptarme, a quitarme prejuicios, el sentido de culpa, así como los miedos y también a descubrir mi sexualidad. Así que después de épocas horripilantes llenas de sufrimiento y de muchísima ansiedad y soledad; después de recorrer un camino sinuoso y empedrado, salí de Chiapas encaminado hacia la aceptación, aunque aún en ese entonces pensaba que era bisexual.

De Chiapas me fui a Italia a hacer mi maestría, en donde tuve otra novia. Yo buscaba replicar la relación que tuve en Chiapas, que no era fácil volverla a conseguir, evidentemente. Pero en mis relaciones sexuales con las mujeres nunca me sentía pleno. Fue entonces que me quedó claro que me gustaban más los hombres.

Luego me fui a vivir a Ciudad de México donde conocí a Christian, mi esposo, quien fue un motor muy cabrón para empujarme a liberarme sexualmente, no solamente en lo experimental, sino que también fue una palanca muy cabrona para que yo empezara a aceptar más mi sexualidad y a expresarme más abiertamente de ésta. Pero aún hoy en día sigo con ciertas limitantes. Vamos, apenas hace dos años le conté a mi familia.

Primero le conté a mis hermanas y hermanos. Hubo reacciones de todo tipo, desde rechazo hasta aceptación. Fue entonces que empezó el proceso de decirle a mi familia, a mi familia nuclear, la salida más significativa para mí. Recuerdo que en el trayecto de Atotonilco a la comida en donde decidí que iba a contarle a mi madre, tuve que detenerme a medio camino porque las lágrimas no me dejaban ver. Estaba paralizado por el miedo, en pánico. Cuando por fin pude decirle, ella respondió que no, que yo no era así, y siguió regando las plantas.

Fue una época muy difícil y muy oscura para mí, que en realidad sucedió hace poco, en 2022. Le dije a mi mamá y me fui directo al aeropuerto. Mi madre sufrió de una depresión fuerte por un año, perdió muchos kilos y se rehusaba a ir a terapia, desechando mi petición argumentando que ella sólo iba con sacerdotes. Luego de un tiempo, recapacitó. Y obviamente yo también sufría, pero sentía una obligación de contarle de esa parte de mí. Y bueno, faltaba decirle a mi papá, un padre con quien nunca hablé de un tema sentimental, un padre que, pues sí, estuvo ahí, pero nunca de manera emocional.

Fue un 24 de diciembre. En esa cena de Navidad pasé por una crisis de ansiedad fuerte, tanto que tuve que irme a encerrar en una habitación porque sentía que me iba a morir y que no le podía decir a nadie. Fue una sensación horripilante, la peor navidad que he tenido en mi vida. Al día siguiente me levanté más tranquilo y ya en el camino, en el auto, le dije papá, no me acuerdo cómo saqué la conversación, pero le dije que no me gustan las mujeres. Se lo dije así para suavizarlo. “Bueno, pues no, no lo entiendo, pero pues es tu vida, ¿qué puedo hacer?”, respondió y siguió conduciendo. En ese momento se me quitó un gran peso de encima. De hecho después de eso nos fuimos a comer juntos, ambos mucho más relajados. Yo sabía que él sabía y viceversa, pero al momento de decirlo, los dos sentimos un gran alivio, como de quien acaba de terminar un trámite engorroso, pues era más el agobio de tener que decir lo dicho.

Ahora me quedaba la otra salida del clóset, que era decirle que me iba a casar. Y entonces, otra vez usé la misma estrategia que he utilizado durante toda mi vida, de irme con él en el auto a algún lado, acompañarlo y decirlo en el camino. Creo que él se las olía. Viajamos a Guadalajara y, de regreso, le dije que había algo más que tenía que decirle, algo más fuerte del simple “no me gustaban las mujeres”; de que me iba a casar con un hombre, pues. “No me cuentes”, respondió de manera tajante sin despegar los ojos del camino. Fue en ese momento que solté los brazos y me dije que ya no, que ya no era mi pedo. Mi responsabilidad personal era decirle y ya había hecho.

Así y todo, siento que mi salida del clóset es un proceso que no ha terminado aún para mí. No sé si algún día termine del todo.

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